martes, 18 de marzo de 2014

VAIVÉN DE OLAS



“VAIVÉN DE OLAS”

Sentada a la orilla del océano contemplo el vaivén de las olas. Dejo de apreciar el paisaje para abrir un libro cuyas páginas comienzan a revolotear por el aire y veo escapar una fotografía que guardo en él; rápido dejo el libro para correr tras ese retrato que han custodiado los “Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada” del bardo Neruda… Al iniciar mi carrera tras el volar de la imagen siento desprenderse de mis piernas las arenillas playeras, como de la mente comienzan a desgajarse los recuerdos cuando con la foto en las manos, vuelvo a sentarme sobre la tersa arena; extravío la noción del tiempo, porque para mirarlo a él nunca he limitado el compás de las manecillas del reloj… Observo la imagen y pienso: 
-Como las olas vienen y van, así la vida me acercó y alejó de él.
Miro de nuevo el mar, veo desde que se forma una ola hasta que viene a quebrarse en la orilla y recuerdo la primer ocasión que lo vi, hace más de tres décadas; yo era una joven de diecisiete años y él, con sus treinta y tantos, que entonces me parecían numerosos e inquietantes; él era un connotado escritor que fue al Auditorio de la Universidad para dar una conferencia; en lo que se acomodaban los asistentes, los organizadores cubrían las formalidades y por fin lo presentaban, estuve absorta mirándolo y tengo presente que algo me ocurrió; sin darme cuenta del por qué o cómo, empecé a experimentar algo, que jamás procuré entender, entre aquella nutrida concurrencia estudiantil de la Facultad de Letras que llenábamos ese día aquel recinto, lo que, a mi entender, me convertía en una más del núcleo; esto lo consideré una ventaja, podía verlo sin que notara mi atención. Grabé en mi memoria su mirada que, antes de iniciar su exposición, parecía mirar a la distancia, sus rizados cabellos rubios, aquella nariz aguileña y el mentón que daban medida de la firmeza de su carácter, los delineados labios y sus ojos verdes me provocaban el deseo de ser una hoja pendiendo de su árbol para que mecida por el viento, yo pudiera recorrer su piel blanca, aterciopelada como durazno y responder al aroma viril que transpiraba; después imaginé trasladarlo a un paisaje, donde solos, dejaba de ser hoja para convertirme en una espléndida mujer y él un hombre al cual me iba acercando muy lento para desabotonarle el saco, sacarle la camisa, sentir el contacto de su piel, saborear sus labios y vibrar al unísono de nuestros cuerpos.
Un codazo de mi amiga Leonor me volvió al presente y abrí la libreta de apuntes… El lapicero guiado presuroso por mi mano parecía un auto conducido por Emmerson Fitippaldi, tal era la velocidad con que deseaba concentrarme, apagar aquellos deseos y capturar la esencia de sus palabras que se desgranaron hasta lograr una brillante disertación que, unida a su actitud y físico, crearon ese “algo” que puede inducir a una joven a forjar un romance, interior, con un varón que llame su atención.
Concluyó. Él se fue; en mí quedaron impresos aquellos momentos. Durante lustros compré todos sus libros, asistí a la mayoría de los foros en que sabía que estaría, reuní los recortes de periódicos y revistas que hacían referencia a él y guardé aquella fotografía que, en un simposium, nos tomaron juntos, porque me dediqué a la investigación y era una especialista en su obra; así estuve sentada a su lado; otra vez en una sala de conferencias, entre los numerosos asistentes, bajo la luz de los reflectores, con mis treinta años y sus casi cincuenta; yo divorciada y él libre.
En la cena posterior noté cómo hizo lo posible para que quedáramos sentados juntos; la charla nos acercó a varios amigos en común, descubrimos que compartíamos el gusto por los viajes, la pintura, diversos temas y algunos autores; sorprendida le oí comentar mis ensayos… Yo me interesé por él y él se interesaba, semejábamos vertientes abrazándose; ya para despedirnos pronuncié:
-Ha sido un placer…
Retuvo mi mano. Sentí una presión leve, impregnada de aquella sensualidad que siempre consiguió turbarme, a pesar de la distancia, en los foros. Desvié la vista, entonces oprimió un poco más la mano y su voz comprensiva dijo mi nombre; volví a mirarle, en tanto sus ojos penetraban los míos expresó:
-Ese placer se dio hace más de veinte años cuando te vi la primera vez; estabas sentada hacia la izquierda, ocupabas la primer butaca de la tercera fila; después te veía siempre en mis conferencias sin saber cómo acercarme a ti, porque cuando finalizaban te retirabas de inmediato; supe tu nombre por el retrato en la contraportada de uno de tus libros. Hoy pedí que te invitaran para lograr tenerte a mi lado y escuchar, por fin, el sonido de tu voz. Leíste como esperaba: con tu voz grave, profunda, ibas amando cada palabra; tal como los seres comienzan a amarse hasta alcanzar el orgasmo. Ambos hemos esperado; dame tu teléfono; ven conmigo, pronto iré a Francia. No respondas ahora; te llamo.
Sin responder miré cómo sacaba una pequeña agenda de piel negra, me pidió que le anotara mi número, después me dio su tarjeta.
Durante meses, cuando contestaba el teléfono, algo similar a una descarga eléctrica me recorría; pero no, no era él… Entonces volvía a mi trabajo y por las noches abría los “Veinte Poemas de Amor y Una Canción Desesperada”, no sé si para reencontrar el poema “Quince” o por mirar la fotografía guardada entre sus páginas. Nunca me decidí a comunicarme con él marcando yo su número.
Tres años después volví a casarme y acudí con mi esposo a una recepción en la Embajada de Italia; mientras platicaba con el agregado cultural sentí que algo me hacía, imperiosamente, voltear. Allí estaba él… Desde la terraza que daba al jardín me miraba. Se acercó la esposa del embajador, continúe la charla; más tarde inventé una excusa y seguí la súplica-mandato que Eduardo me lanzaba con la mirada; fui al balcón con la copa de champaña entre las manos, sintiendo el roce sensual de las gasas del vestido negro.
-Te ves tan bella como una donna di Fellini; habla para que escuche la voz de sonoridades profundas, que calan en la mar de mi alma.
-Buenas noches -respondí.
-¿Sólo eso pronuncias, avariciosa de lo que provocas? ¿Acaso por eso nunca contestaste a mis llamadas?
-¿Llamadas, dices?
Hoy vuelve a cimbrarse mi corazón, como en aquellos momentos en que lo miré sacar despacio de la bolsa interior del smoking la agenda negra, un poco ajada por el paso del tiempo, pero reluciendo los dorados del canto de sus hojas.
-Siempre la llevo conmigo -dijo-, quise conservarla para ver los estilizados rasgos de tu letra. Lamenté que quizá aquella noche fui abrupto. Te marqué tantas veces, desde aquí y de cualquier lugar del mundo donde he estado. Me casé, sin embargo, jamás te olvidé.
Luego me mostró el número telefónico que yo había escrito y donde anoté, equivocado, el último dígito.




Martha Elsa Durazzo Magaña

DERECHOS PROTEGIDOS POR LA UNAM Y EL IVEC-CONACULTA.

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